Fou

El doble, el autómata y las fuerzas misteriosas

del universo desde Hoffmann hasta Meyrink


Mariana Ríos Maldonado


Yo tenía una cara extraña, sin barba y con barbilla pronunciada, y miraba desde unos ojos rasgados.

         Esta no es mi cara, quise gritar asustado, y quise palparla, pero mi mano no siguió mis deseos y se hundió en el bolsillo sacando un libro.

         Exactamente igual que él lo había hecho antes.

         De repente, estoy sentado otra vez sin sombrero y sin abrigo, junto a la mesa. Y soy yo. Yo, yo.

 

Gustav Meyrink, El Golem

 

 

«Quimérico», «absurdo», «increíble» son palabras que definen en un mundo racional lo fantástico, supersticioso, el producto de mentes enajenadas llenas de creencias religiosas y populares inaceptables, inoperantes para el correcto funcionamiento de la sociedad; aunque también sean sinónimos de un término que designaría un movimiento filosófico y cultural capaz de cimbrar las bases de occidente: el Romanticismo.

            Hacia finales del siglo XVII y principios del XVIII, el impacto del racionalismo había sido avasallador: la fe se estaba terminando, y poco a poco el hombre se quedaba sin algo en que creer, ante lo cual maravillarse, caminando como autómata entre los requerimientos sociales de su época. Con el surgimiento del movimiento romántico, el panorama cambió radicalmente, pues al bautizarse con un término tan vituperado por sus predecesores, los integrantes de esta expresión cultural reinventaron «lo romántico»: en este nuevo contexto, se trataba de todo lo favorable para la inspiración trascendental y la creación; el rescate de todo lo marginado por la recta razón, de lo diferente –la magia, la locura, lo fantasmal, el folclor, la irracionalidad, el sentimentalismo–; era una grata clase de horror, de ambientes, formas y seres sobrenaturales que, con el paso del tiempo, engendrarían una literatura alterna, la literatura fantástica:

 

No es sorprendente que lo fantástico surgiera durante el periodo romántico, pues tal vez constituya la suprema literatura de la diferencia. […] La literatura fantástica consagra las diferencias, poniendo de relieve aquellos aspectos de la experiencia que se aventuran más allá de lo estrictamente humano, hacia el ámbito de lo sobrenatural. En la literatura fantástica convergen la poética visionaria del hombre romántico aislado y las pesadillas supersticiosas de los hombres comunes, afirmando la idiosincrasia, la originalidad y la diferencia en todos los frentes.1

 

Durante el Romanticismo y con la aparición del género fantástico, el concepto de superstición adquirió gran relevancia y se vio restituido a su sentido original: el quedarse paralizado de temor ante algo. Para los románticos, la superstición era una especie de pensamiento mágico, prelógico, casi sublime, capaz de ir más allá de lo común y racional, donde coexistían el supranaturalismo, los mitos, las tradiciones y las leyendas; ellos utilizaron como una fuente de inspiración poética que no sólo representaba una novedad literaria, sino que además fungía como una crítica a las prácticas excluyentes de la Ilustración. La persona supersticiosa es aquélla que duda, y años después Tzetvan Todorov, uno de los primeros teóricos del género fantástico, plantearía esta vacilación como el epicentro la literatura fantástica, ya que para él un texto es fantástico cuando alberga un acontecimiento inexplicable bajo las leyes del mundo familiar que conduce a dos posibilidades: o todo es una ilusión de los sentidos, de la imaginación y el mundo sigue siendo exactamente el mismo; o bien el hecho en verdad se ha producido, es parte de la realidad y el mundo está regido por leyes que no conocemos.

Romanticismo y literatura fantástica hablan de sucesos y elementos que no forman parte de los cánones oficiales de la realidad, y que, sin embargo, constituyen formas de conocer el universo, ese todo infinito e inabarcable por el cual el ser humano siente amor, nostalgia, –el Sehnsucht, la angustia metafísica de desear lo perfecto, lo inalcanzable, sin poseerlo–; o temor, paranoia, ya que

 

     […] a veces se lo concibe como cierta naturaleza hostil e indiferente; […] es un vasto océano insondable de voluntad sin dirección sobre el cual flotamos como una pequeña barca sin rumbo, sin la posibilidad real de comprender el elemento en el que nos encontramos ni de determinar nuestro curso. Y ésta es una fuerza poderosa y difícil de resistir; una fuerza que es, en definitiva, hostil a nosotros, con la que es difícil congeniar y de la que nada aprendemos.2

 

La Naturaleza, madre y protectora de sus hijos, puede también ser hostil; puede convertirse en un monstruo devorador de sus vástagos y de sí misma que «se muestra irracional, oscura, llena de misterios inexplicables, omnipotente, libre y amoral».3 Visión oscura y pesimista, éste es el eje temático presente en muchos relatos fantásticos alemanes donde el énfasis se centra en aquellas fuerzas antagónicas al hombre, que van más allá de su comprensión, manipulan su mundo, y que sólo es capaz de vislumbrar a través de las revelaciones del destino, del destello de la casualidad, la fiebre de la locura, y de tradiciones antiquísimas anteriores a él.

En 1809 aparecería publicada en Alemania El caballero Gluck, la primera obra del autor, compositor y pintor E. T. A. Hoffmann (1776-1822), considerado como uno de los padres de la literatura fantástica al combinar en sus textos lo sobrenatural, lo grotesco y un vasto repertorio de tradiciones populares germanas, herramientas que además le sirven para refutar lo socialmente aprobado por su época. En una de sus obras más trascendentales, Los elíxires del diablo. (Papeles póstumos del hermano Medardo, un capuchino.), una novela de corte gótico, Hoffmann explora los temas de la escisión de la personalidad, el universo de la locura, el doble, y

 

[…] la vida rara y tortuosa de un hombre sometido desde su nacimiento a la acción de fuerzas demoniacas y celestiales, los lazos misteriosos entre el espíritu humano y todos los principios superiores que, disimulados en la naturaleza, no se manifiestan sino por ese relámpago deslumbrante que solemos llamar casualidad.4

 

Su personaje principal es un monje capuchino de nombre Medardo que al beber los «elíxires del diablo» se deja seducir por las tentaciones mundanas, transformando su personalidad y convirtiéndose en un noble, Leonardo, y en lo que pareciera una coincidencia magistral, conoce a su doble, el conde Victorino. Este doble fantasmagórico o «gemelo malvado» es en realidad el Döppelgänger de Medardo, ser que en el folclor alemán se ocupa de dar consejos malicioso o inculcar ideas confusas a su otro yo, y cuya presencia se considera como augurio de mala suerte, enfermedad o muerte inminentes; en el Romanticismo, esta figura constituye la materialización del lado misterioso y oscuro del ser humano. En Los elíxires, el protagonista no sabe si atribuir su encuentro tan maravilloso a la fortuna, la locura o a alguna fuerza superior, desconocida que lo conduce hacia un fin incierto:

 

[…] Así grité en la profunda oscuridad, pero, bajo mis pies, oí que golpeaban y balbuceaban: “Hi, hi, hihihihhi… hermanito hermanito… Me…dar…do… aquí estoy aquí estoy… ábreme, vámonos al bosque”. Entonces me pareció que la voz resonaba cavernosa en mi interior. […] Sí, con espanto, creí percibir el mismo tono de mi voz. Involuntariamente, como si tratase de probar si lo era, balbucée: «¡Medardo… Me…dar…do!». […] Yo grité: «Herma…nito…herma…ni…to… ¿me… conoces… conoces? ¡Ábreme… vamos al bosque… al bosque!». «¡Pobre loco –oí que decía con voz sorda-, pobre loco, no puedo abrirte, no puedo ir contigo al bosque… […], ¡estoy encerrado en una cárcel espantosa, como tú!».5

 

            Durante el transcurso de la novela, Medardo descubre que su universo es mucho más fantástico de lo que piensa, y que su propia vida se encuentra regida por pandeterminismo disfrazado de casualidad. La aparición de su doble y su posible locura, así como los lazos de sangre que lo atan a aquéllos que lo rodean, no son más ejemplos de fuerzas desconocidas que actúan sobre el universo, que logran desencadenar en él impulsos y deseos de los cuales jamás se hubiese creído capaz.

            La temática del doble y de las potencias misteriosas del cosmos pueden encontrarse a lo largo de los escritos de Hoffmann, entre los cuales resalta el cuento El hombre de arena (1817), que hace referencia a una tradición popular según la cual este ser aparece cuando los niños no quieren irse a dormir y les lanza arena a los ojos, los cuales saltan de sus caras y que sirven de alimento para los hijos del Sandmann. En esta narración, su protagonista Nathanael se ve perseguido por un hombre siniestro y misterioso, Coppelius, a quien en su infancia identificó como «el hombre de arena» y como el culpable de la muerte de su padre. Años más tarde, Nathanael se reencuentra con Coppelius, o mejor dicho, con su doble, el buhonero Giuseppe Coppola: la presencia constante de este ser marca al protagonista, lo tortura al borde de la locura con la expectativa de que una negra estrella se cierne sobre él, e incluso sobre todos los hombres:

 

Todo, la vida entera, se le había transformado en sueño y presentimiento; hablaba constantemente del destino de los hombres, que, creyéndose libres, no son más que los peones de fuerzas oscuras a las que sirven en sus juegos crueles; inútilmente tratarán de resistirse contra ellas; humillados, los hombres deberán aceptar lo que les depare el destino.6

 

            Una característica singular de El hombre de arena reside en la utilización de la figura del autómata, ser mecánico en apariencia humano, que engaña a los demás al comportarse según los dictados de la sociedad pero que en el fondo no es más que una máquina sin sentimientos, sin vida en los ojos, como muchos de los hombres modernos. A Nathanael, «autómata» le sirve de insulto para criticar a su prometida, Clara, cuando ésta no se compadece de su profunda crisis espiritual y busca una explicación racional, simplista, a sus tragedias fantásticas. Irónicamente, el personaje central se enamora de una verdadera autómata, Olimpia, una maquina creada de acuerdo a los cánones de la hermosura y perfección femeninas, porque parece escucharlo, comprenderlo, a través de un mutismo maquillado y una mirada rígida. Al final, Nathanael cumple con el destino que tanto había predicho para sí mismo: muere sumido en la locura al descubrir que Olimpia es sólo una máquina incapaz de amarlo, y que uno de sus creadores era precisamente Coppelius. Quizá Nathanael tampoco estaba tan errado en su juicio sobre Clara, pues ella olvida a su antiguo prometido, y según las buenas costumbres, se casa con otro y forma un hogar estable, predecible, lleno de una tranquila felicidad «que el desequilibrado Nathanael nunca hubiera podido proporcionarle».7

            Casi un siglo después de la publicación de El hombre de arena, aparecería otra obra alemana, sucesora de la literatura fantástica del Románticismo y heredera de Hoffmann, cuyos temas centrales son la aparición del doble, la fragmentación de la personalidad, el automatismo y las fuerzas misteriosas que rigen el universo: esta obra sería El Golem. Escrita por Gustav Meyrink (alias de Gustav Meyer, 1868-1932), su autor era practicante del ocultismo, la alquimia y espiritismo, elementos constantes en muchas de sus textos (El maestre Leonardo, El cardenal Napellus, etc.).

            El Golem se encuentra inspirado en una tradición cabalística judía según la cual el iniciado en los nombres secretos de Dios es capaz de crear un ser de barro, Golem (en hebreo, informe, amorfo), emulando así al Señor cuando éste creó a Adán (que proviene de adama, tierra) a su imagen y semejanza. El nombre con el que se denomina la actividad creadora divina es zelem, y es lo que «convierte a nuestro yo en nuestro propio yo, y no en el de otro»,8 le dota una identidad, mientras que el Golem sería el doble o el fantasma de su creador. Para llevar a cabo la génesis de éste ser es necesario conocer el alfabeto hebreo y el poder de las palabras: al escribir émet (verdad, el sello de Dios) sobre la frente del Gólem, éste se vera insuflado de vida, pero al borrar la primera letra de tal palabra, áleph, ésta se transformará en met (muerto), dándole fin a tal ser. En versiones tardías de la leyenda, esta última acción es de máxima importancia puesto que el Golem era fabricado como un autómata destinado a realizar labores doméstica, pero como albergaba la fuerza de todo el universo y del nombre divino, podía crecer de manera descomunal, provocando ruina y desgracia a su alrededor; crear un Golem es peligroso, pues nadie puede imitar a Dios y fallar en la ejecución de tal empresa desemboca tanto en la destrucción de la criatura como en su hacedor.

            Antes de Meyrink, la materia golémica había sido tratada por una gran variedad de autores alemanes y judíos, entre los cuales destacan Jakob Grimm, Achim von Arnim y, precisamente, E. T. A. Hoffmann; la reinvención que Meyrink hace de esta figura radica en «diseñar una especie de imagen simbólica del camino de la salvación, utilizando para esto, de manera un tanto extraña, una figura de la leyenda judeocabalística por él recogida y transformada».9 En la novela de Meyrink, el Golem es un ser que aparece cada treinta y tres años en el barrio judío bajo la forma de un hombre totalmente desconocido, de rasgos mongólicos, que desaparece en una habitación circular sin ninguna entrada aparente y cuya única comunicación con el exterior es una ventana enrejada. Este Golem es, en palabras del experto en cabalismo judío Gerschom Scholem, «un alma colectiva materializada del gueto, con todos los turbios residuos de lo fantasmal y, en parte, un doble héroe, un artista que lucha por su liberación y que purifica mesiánicamente en ella al Golem, su propio yo esclavizado».10

            La narración de Meyrink es compleja en tanto su narrador, que nunca revela su identidad, se transforma en el doble de Athanasius Pernath, un tallador de piedras preciosas, al intercambiar su sombrero con él y leer un libro propiedad del artista, el Ibbur. En hebreo, ibbur significa impregnación: es una forma de posesión temporal que ocurre cuando un alma justa decide ocupar el cuerpo de una persona o se «impregna» a su alma. Generalmente la persona da su consentimiento para que ocurra el ibbur y las razones siempre son benévolas –el alma tiene que completar una tarea importante, cumplir una promesa o realizar un mitzvah (tarea religiosa) que sólo puede llevarse a cabo de manera corpórea. El narrador, al tomar por su propia voluntad el libro Ibbur, cedió su alma para que quedara impregnada del espíritu de la vida: ve transcurrir ante sus propios ojos la existencia de Pernath, sufre sus tribulaciones y experimenta la ruptura de su ser cuando se descubre que el tallador es amnésico, pues fue sometido a un proceso de hipnosis para que olvidara la locura que sufrió en el pasado, y se encuentra con otro de los dobles de Pernath, el Gólem.

            Además de advertir lo frágil que puede ser la personalidad, el narrador –o el narrador encarnado en Pernath– se percata de lo endebles que son las divisiones humanas entre el mundo real y el espiritual, la fantasía y la realidad, el sueño y la vigilia, e incluso, entre la vida y la muerte:

 

            »Cuando los hombres se levantan del lecho se imaginan que han alejado el sueño de sí y no saben que son víctimas de sus sentidos, convirtiéndose en presa de un nuevo sueño mucho más profundo que aquél del que acaban de salir. Sólo existe una única forma de vigilia y es a la que tú te acercas ahora. Háblales a los hombres de ello: te dirán que estás enfermo, pues no pueden entenderte. Por eso es inútil y cruel decirles nada.

            […] «Supón que el hombre que llegó a ti, y al que tú llamas el Golem, significa el despertar de la muerte a través de la más interna vida espiritual. ¡Todas y cada una de las cosas de la tierra no son más que un símbolo eterno, cubierto de polvo!

            […] «Quien ha sido despertado ya no puede morir. Sueño y muerte es lo mismo.»11

 

            El narrador, Pernath y el Gólem comparten el ser prisioneros: el primero, de la visión y la existencia del artista; el tallador, de una mente clausurada para los recuerdos y de una cárcel bajo una falsa acusación de asesinato; el Gólem, enclaustrado en una habitación del gueto judío. Sin embargo, a medida que Pernath profundiza en el conocimiento sobre sí mismo –pues como dice su guía espiritual, Schemajah Hillel, «Conocimiento y recuerdo son la misma cosa»–12 y el narrador comprende más sobre el hombre a través de cuyos ojos ve, se tensa la relación entre Athanasius y su doble golémico. En lo que pareciera una artimaña del destino enmascarada como casualidad, Pernath llega al cuarto donde se encuentra encerrado el Gólem y descubre otro desdoblamiento de su ser: el Fou, la carta del tarot que representa al loco, al doble del hombre y la primera letra del alfabeto hebraico, el álef, en cuya imagen ve reflejado su propio rostro. Es en ese mismo cuarto donde Pernath, para guarecerse de un frío mortal, se cubre con un ropaje antiguo, con las vestiduras del Golem, y al salir a la calle, la gente lo confunde con dicha creatura, pues bajo esa apariencia él y su doble se han unido en uno solo. Al despojarse del sombrero de Pernath, el narrador descubre que todo lo ha soñado, y que, sin embargo, ese sueño fue real pues Athanasius en verdad existe, y que ambos se han salvado.

            Como se había mencionado antes, Meyrink emplea la figura del Gólem no sólo como una leyenda del gueto o como doble de Pernath, sino que esta entidad trasciende el plano individual para convertirse en la personificación del alma del barrio judío, de sus tradiciones, creencias y actitudes, de su monotonía y ser lúgubre:

 

¿No podría ser que del mismo modo que en los días de bochorno crece la tensión eléctrica hasta hacerse insoportable y formar el rayo, debido a la continua repetición de esos pensamientos, siempre iguales, que envenenan el aire, aquí en el ghetto haya una descarga repentina y súbita –una explosión anímica que sacase a la luz del día nuestro subconsciente para, al igual que allí el rayo–, crear aquí un fantasma que en todas y cada una de las cosas, el símbolo del alma de la masa, si se supiera entender correctamente el enigmático lenguaje de las formas?13

 

En este gueto, vecindario, en esta sociedad, el hombre se ha automatizado, convirtiéndose en un esclavo de la costumbre, de las figuras de autoridad o de un ente del cual ignora su identidad:

 

Y del mismo modo que aquel Golem se convertía en una estatua de barro en el mismo segundo que se quitaba de su boca la sílaba misteriosa de la vida, me parece que todos estos hombres se derrumbarían sin alma en el mismo momento en que se borrara cualquier mínimo concepto, quizás un deseo secundario en alguno, tras borrar de su mente cualquier inútil costumbre, o en otro sólo la oscura espera de algo indeterminado e inconsistente.14

 

            Bajo los conceptos de Golem, del doble, del ibbur, yace la idea de que existen fuerzas a las cuales el acontecer humano está supeditado: «¿No es posible que haya un “viento” incomprensible e invisible que nos llevara de un lado para otro y determinara nuestras acciones, mientras que nosotros, en nuestra simpleza, creemos vivir bajo nuestra propia y libre voluntad?».15 ¿Pero cómo entenderlo, como mirarle a los ojos sin enloquecer y verse verdaderamente a sí mismo; cómo hacerlo desde la mortalidad humana, desde su pequeñez ante algo que parece infinitamente superior?

 

¡No! No volvería a dejarme engañar, no quería seguir siendo el entretenimiento, la pelota de ese torpe destino sin sentido, que me sacaba y me arrojaba otra vez a los charcos, sólo para demostrarme, para que comprendiera lo efímero, la inconstancia de todas las cosas humanas, hecho que conocía ya hace mucho, que lo saben hasta los niños, que lo saben hasta los perros de la calle.16

 

            Quizá sea necesario ser un loco, un Fou, un supersticioso que cree en lo romántico y la fantasía para comprender que lo sobrenatural pertenece a una realidad ampliada que el hombre contemporáneo se ha negado a aceptar, donde la Naturaleza en todos sus matices y con su terrible potencia –muchas veces insospechada para el hombre–, tiene cabida; donde se puede despertar del sueño de la muerte y alcanzar la inmortalidad. Aquí habita el doble, el Döppelgänger, el Golem, que una vez coronado provocará la caída del velo del sentido y de la razón, pues al adentrarnos en sus ojos descubriremos que son los fragmentos de nuestro propio ser quienes nos miran al otro lado del espejo. Las oposiciones que el hombre ha fabricado para explicar y reglamentar su mundo, lo fantástico y la realidad social, la magia y la ciencia, el supranaturalismo y naturalismo, se ven cuestionadas a través de la duda fantástica que quizá pertenezca a un género de evasión, de escapismo, pero que nos obliga a vacilar ante conceptos tan preciados para la sociedad moderna como la coherencia psicológica y social, como lo que queremos creer que es nuestro «yo» y nuestro universo, que sólo sirven para sentirnos más tranquilos, más seguros, ante algo que tan maravilloso que la razón no puede explicar.

 
 

NOTAS

 

1. Siebers, Tobin, Lo fantástico romántico, F. C. E., México, 1989, p.9.

2. Berlin, Isaiah, Las raíces del romanticismo, Taurus, España, 2000, p.145.

3. Hoffmann, E. T. A., El hombre de arena y otras historias siniestras, Valdemar, Madrid, 2007, p.15.

4. Hoffmann, E. T. A., Los elíxires del diablo. (Papeles póstumos del hermano Medardo, un capuchino, J. J. de Olañeta, editor. España, 2005, p. 9.

5. Ibídem, p.158.

6. Hoffmann, E. T. A., op. cit., p.79.

7. Ibídem, p.111.

8. Meyrink, Gustav, El Golem, Editorial Lectorum, México, 2001, p.10.

9. Scholem, Gershom, La cábala y su simbolismo, Siglo XXI Editores, México, 2008, p.173.

10. Ibídem.

11. Meyrink, Gustav, El Golem, Tusquets Editores, España, 2008, p. 73.

12. Ibídem, p. 74.

13. Ibídem, p.47.

14. Ibídem, p.29.

15. Ibídem, p.42.

16. Ibídem, p. 182.